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Después de dos meses sin escribir en mi blog, quizás por falta de tiempo, quizás por pereza o por falta de inspiración o una combinación de las tres, vuelvo, por suerte, a ello.

Lo que me ha motivado de nuevo a retomar esta afición, ha sido un texto que plasmé en una libreta (de flores, cómo no), hoy recuperada, en el último viaje que hice por Navidad (sí, vuelvo a casa por Navidad, como El Almendro) a Ávila, ciudad que me vió nacer y que cada año, visito con menos frecuencia.

Recuerdo que iba en el tren de camino hacia Madrid con mucho frío, ese frío mesetario que hay que vivir para saber lo que es, un sol sobre el cielo azul puro de la Sierra de Gredos y nieve en los recovecos de las piedras donde el resto del año yace  a su antojo el musgo y una sensación mientras me alejaba de Ávila, de vacío momentáneo, un nudo que me retorcía, me invadió.

Lo curioso de todo esto es que la inspiración para escribir me la haya dado esta ciudad de la que paradójicamente huí por eso mismo: por falta de inspiración.

Ávila es la ciudad pretérita  y amurallada  por excelencia y, que sin lugar a dudas, lo de amurallada la (perdón por el laísmo, al fin y al cabo soy abulense) describe a la perfección: atrapa a sus habitantes y los protege en demasía. Tanto es su poder, que llega a ser asfixiante, como una jaula tapada con una tela opaca y recia, como sus murallas. Agobia, asusta y apabulla  de lo pequeña que es, y no solamente en el aspecto físico y territorial, sino en el aspecto  psicológico; tanto, puede llegar a resultar asfixiante, y eso que su aire es el del más puro que respiré. Pura paradoja.

Y es que Ávila es mucha Ávila. Ciudad intrincada en lo más profundo del que fuera el reino de los Reyes Católicos, es eterna en el sentido de que nada en ella se mueve, todo sigue igual, en posición hierática. Seres inmunes al tiempo, al frío gélido, a la escarcha matutina, al hielo que ya desde octubre hace su aparición estelar, al sol de invierno con esa luz tan especial y el olor de las chimeneas a pleno rendimiento…

Personajes autómatas que, año tras año, repiten su rol en la función, con los mismos espectadores, mismo escenario y con el mismo talante: triste, melancólico, pesimista…Fiel reflejo de la ciudad donde viven. Mimetización, lo llamo yo.

Cada año que vuelvo allí es siempre lo mismo. Pero este año, quizás por muchas emociones mezcladas, quizás porque voy camino de los treinta (tic-tac tic-tac, solamente dos meses), se convirtió en un viaje lleno de reflexión. Me percaté de la diferencia sustancial que hay de vivir dentro de ese escenario a vivir fuera de él, como espectador u observador contemplativo.

Ávila es un pequeño microcosmos, un ecosistema cerrado que dota a los distintos eslabones de la cadena alimentaria de  demasiada seguridad. No hay retos, no hay aventuras, no hay miedo. O bueno sí, miedo a consumir el tiempo sin haber hecho muchas cosas. Y tanto no miedo no es bueno, ya que impide el avance.

El mayor reto de mi vida, empezó donde terminan las nieves perpetuas de Ávila, donde sabes cómo empieza todo y predices y aciertas cómo termina…Nunca te equivocas, ya que juegas seguro…Pero siempre al mismo juego.

Para una persona que apuesta fuerte como yo, no es el sitio idóneo donde estar. Mi vida no sería ni remotamente parecida a la que llevo en Barcelona.

¿Y si te pasara a tí?

Tú eliges: tener seguridad con miedo a no vivir o inseguridad con miedo a vivir. Decididamente, me seduce más la segunda opción. Ávila, como es eterna, siempre estará allí, y sabrás que si vuelves, todo seguirá igual, volverás al punto de partida.

Eso o seguir el consejo de nuestra patrona Santa Teresa de Jesús, que decía «Nada te turbe, nada te espante…Todo pasa».

Claro que Ávila también tiene su punto dulzón. No olvidemos sus famosas Yemas de Santa Teresa (hay que ver todo lo que nos dió esta mujer, las yemas, el éxtasis…). Siempre que vengo, lleno mi maleta con cajas de este dulce tan típico, no puedo resistirme, así, siempre tengo mi dosis de Ávila cuando la (laísmo perdón) echo de menos.

Veamos qué me depara Ávila la semana que viene en el evento más especial del año: nada más y nada menos, que la boda de mi mejor amiga. A ver si la luz estival en Ávila se ve bonita con el paso de los años, o si por el contrario, sigue siendo de ese gris, tan gris, que deja de ser gris. En fin, una historia que debe ser contada en otra ocasión.

A pesar de todo…Te quiero, Ávila.

P.D. Recomiendo encarecidamente leer este post con la 1ª canción del álbum «()» de Sigur Rós, es difícil de encontrar, pero nadie dijo que en esta vida todo fuera fácil. Ya lo dije en mi anterior post, lo fácil se esfuma rápido, lo difícil perdura en el tiempo.

Enjoy your time.